Salimos a la cancha con una formación de 7 audios (en su mayoría relatados por Apo), línea de 4 videos (del programa de canal 7 + un video de la obra teatral de "los volatineros") y otros 6 textos suplentes.
Dirección Técnica: Roberto Fontanarrosa.
Porque
también la cosa está en los nombres, en cómo suenen, en las palabras, pero más,
más en los nombres porque se puede estar transmitiendo agarrado al micrófono
con las dos manos, casi pegado el fierro a la boca, y la camisa abierta,
transpirada y abierta, los auriculares ciñiendo las orejas y las sienes como un
dolor de cabeza y ahí valen los nombres, tienen que venir de abajo,
carraspeados, desde el fondo mismo del esternón, tienen que llegar como un
jadeo, lastimarte, tienen que ser llenos, digamos macizos, nutridos, eso,
nutridos. Tienen que llenar la boca, atragantarla, que se los pueda masticar,
escupir, como puede ser digamos Marrapodi, viejo, Marrapodi, ¡volóoo Marrapodi
y echó al córner!, Marrapodi llena lagarganta, sube, se puede arrastrar, no queda
encía, muela, paladar sin Marrapodi, para deletrear casi con asco, con afonía.
No. Marrapodi además volaba y se quedaba colgado en el aire con la pelota suya
como un dirigible, remata, ¡vuela Marrapodi y atrapa! Roque Marrapodi, para
colmo, nombre para reventarse las venas del cuello y que lloren los ojos por un
solazo bárbaro de domingo a la tarde, lleno de gente porque entra Borello o
quien sea y ¡tiraaa! Y allá sale disparado Marra como un lanzazo, la boca
abierta, más abierta, los ojos casi en blanco, el pelo exagerado en el aire, un
pie aquí, el otro allá, un manchón verde, uno gris, ese golpe en la punta de
los dedos como quien puede manotear un pájaro, una gaviota, caer hecho un
manojo en el aire, los bigotes misturados de césped, el olor, relojear por bajo
el brazo y la ingle dónde fue a parar esa bola y gritar sintiendo la garganta
afiebrada de flema volóooo Marrapodi, medio arrastrando entre los dientes y la
lengua la doble erre porque ya el flaco con el fulbo bajo el brazo va a buscar
la gorra que quedó en el otro palo. O quizás Carrizo, pero menos, no tiene
tanta fuerza decir Carrizo, tal vez en la zeta está ese olor a naranja, a
cigarrillo, pero por ejemplo Camaratta, otro, Camaratta, vamos viejo,
Camaratta, viene el centrooo... y son tenazas las manos de Camaratta, ¡dos
garfios Camaratta!, cómo no va a tener tenazas Camaratta aunque no se debía
tirar, a Camaratta le debían reventar pelotazos en el pecho desde medio metro y
el ruido se debía escuchar hasta en la otra cuadra y viene el rebote, entró
Pontoni, tiróoo, sacó Camaratta, de nuevo un balinazo en el tórax inmenso de
Camaratta con el pelo mojado sobre la frente y una lluvia de sudor desprendida
de su nariz y el sudor en los ojos, ¡cómo le debía picar el sudor en los ojos a
Camaratta!, ¡cómo le debería picar! Y se quedaría tirado tras el tercer rebote
en el suelo como un cachalote con la media derecha caída, sangrante y terrosa
la rodilla, porque Camaratta siempre debía jugar en cancha de Atlanta donde es
pura tierra y cada entrevero era una polvareda tremenda, donde catorce hinchas
se morían de calor y odio y miles pero miles de argentinos escuchaban
succionados por la radio la voz porteña del balompié, pasión de multitudes,
¡Ca-ma-ra-tta!, salvó su arco de segura caída, Camaratta carajo, no Blazina por
ejemplo porque Blazina es como decir felino o colina, algo plástico, estético,
Mirko volaba en treinta y tres revoluciones, ahora un brazo, después el otro,
flexionar la rodilla, una gambeta blanca blanca pero todo en cámara lenta,
muda, como un vacío que se hubiera chupado el rugido de la tribuna, sólo
Blazina planeando, en blanco y negro para colmo, que eso no es para hinchas, es
para artes visuales. No, no se puede transmitir sin esos nombres, ojalá
estuviera Marrapodi, o Camaratta, o Macarrata, o Camarrodi, Macarrata, ¡se tira
Macarratta!¡Voló!, el micrófono hecho un puñal, un puñetazo sudoroso, ¿cómo
puede haber un arquero García por ejemplo, García, qué se va a decir?, volóoo
García, si queda en la boca esa sensación desierta y adormecida de cuando uno
come pastillas de menta, volóoo García, qué mierda va a volar ese boludo. Que
se quede parado para eso.
13 - ¡Qué
lástima Cattamarancio!
—Va a venir el centro desde la punta derecha, es un
infierno el área 18, arde el cuadro de rigor,
Magrín entre los tres palos, empujándose Sabioli con
García Mainetti. ¡Cuidado muchachos,
cuidado muchachos! Si los ve el árbitro se van los dos
para los vestuarios. Entraña serio peligro
este tiro libre, sube Tomé, sube Romano, ahí también va
Julio Esteban Agudelo en procura del
centro, no respeta la distancia Omar Grafigna. ¡Qué
cosa con Grafigna, siempre lo mismo!
¡Vamos Grafigna, un poco más atrás! Va a lanzar desde
el flanco derecho Juan Carlos Marconi,
el áspero marcador de punta de River Plate, se demora
la maniobra. ¡Cabrini!
—¡Almaceri termina con el ruido de su motor! ¡Almaceri
348, el anticorrosivo líquido amigo del
motor de su coche! ¡No lo olvide! Búsquelo en...
—¡Un momento, Cabrini! Vino el centro, saltó un hombre,
un cabezazo, rebota el esférico, sale
del área, surge Peñalba, otro golpe de cabeza, va al
suelo Tomé, nuevamente Peñalba llega,
cruza, pelea. ¡Un león, Peñalba! Salta Romano, cuidado,
ahí está, le va a pegar... ¡Qué lástima,
Cattamarancio!... Llegó, apuntó, midió, le metió un
derechazo tremendo y la mandó apenas
rozando una de las torres de iluminación, para ser más
preciso la que da a espaldas de la
Figueroa Alcorta.
—Se lo perdió Cattamarancio. Llegó muy bien a esa
pelota alejada por Peñalba, le pegó de zurda
y la tiró a las nubes. Lo habíamos dicho.
—Estaba el gol ahí.
—Estaba el gol.
—¡Qué bien, Peñalba! ¿No, Rodríguez Arias?
—Usted lo ha dicho, Ortiz Acosta. Excelente el
uruguayo, un jugadorazo.
—¡Qué estampa, qué figura, qué manera de pararse en la
cancha! ¿Sabe a quién me hace
acordar, Rodríguez Arias? A aquél que fuera
extraordinario fulback de Racing y nuestra
selección... ahora su nombre no viene a mi memoria...
¿Cómo es que se llamaba? Qué hacía
pareja con Alejo Marcial Benítez, el “Sapo” Benítez, la
misma forma de pararse, hasta el mismo
peinado tiene, vea...
—¿Saúl Mariatti, dice usted?
—No, no Cabrini. ¿Cómo era este muchacho? Que tantas
veces luciera la blanquiceleste,
averígüeme Cabrini; le digo más, atajaba Delfín
Adalberto Landi para la institución de
Avellaneda en esa época...
—Le averiguo, Ortiz Acosta.
—Y actíveme la comunicación con Petrogrado, Cabrini. En
pocos minutos tendremos contacto
con la ciudad soviética de Petrogrado, allá en la fría
tundra del gran país socialista. En pocos
minutos, señores. ¡Se nubló sobre el Monumental de
Núñez, qué feo se ha puesto el día,
cayeron las sombras sobre el estadio de River, pero el
público no deja por eso de vivir
intensamente esta fiesta del deporte porque el fútbol
es la pasión argentina dominguera que nos
aleja al menos por un día de los problemas cotidianos,
porque no sólo ya el hombre de la casa
disfruta de este espectáculo sino que también las
mujeres y los niños, la familia argentina plena
goza de esta fiesta hebdomanaria y porque, ¡se animó el
partido, Rodríguez Arias!
—Usted lo ha dicho, Ortiz Acosta. Se fue River arriba
empujado por el temperamento, la fuerza
y la petulancia de Sebastián Artemio Tomé.
—Con la pelota Ignacio Surbián avanza el rubio
mediovolante de la visita, cruza la línea
demarcatoria de medio campo, pelotazo para el puntero
derecho, no va a llegar, no va a llegar,
no va a llegar y no llegó. No llegó Falduchi a esa
pelota. Jugó un tiempo en Racing y luego pasó
a Atlanta, si mal no recuerdo. El zaguero de la
Academia cuyo nombre trato de recordar y luego
pasó a Atlanta, si mal no recuerdo. El zaguero de la
Academia cuyo nombre trato de recordar,
luego de Racing pasó a militar en el conjunto bohemio,
estoy casi seguro. Esa pelota se fue a la
tribuna. Averígüeme Cabrini. Otra vez River en el
ataque, ahí va Giménez, lo busca a López,
pared para Giménez, se metió, se metió...
¡Qué fuerte salió Bermúdez! Va muy fuerte el misionero,
algún día va a lastimar a alguien. Trabó
abajo, le sacudió el tobillo al chico de la bandera
roja, muy fuerte, muy fuerte el cuevero de San
Lorenzo. Es para tarjeta.
—No tiene necesidad Bermúdez es un buen jugador. Lo
habíamos dicho.
—Yo no sé qué le pasa a ese chico. Se enloquece en el
campo de juego. Y es un muy buen
muchacho fuera de la cancha. De buena familia, buenos
padres, hogar bien constituido, madre
comprensiva. Pero no sé, adentro se transforma... ¡Cabrini!
—¡A correr, a saltar, a “Monigote” no le van a ganar!
Ropa para niños “Monigote”, la línea que lo
aguanta todo. Otro producto diez puntos de la afamada
marca.
—¡Un momento, Cabrini, que se va a ejecutar el tiro
libre y hay sumo riesgo para la valla
defendida por Guillermo Rubén Magrín, el muchacho de
Tres Arroyos! Se forma la barrera con
dos, tres, seis hombres, imponente esa barrera, una
verdadera muralla, el balón descansa
aparentemente tranquilo a unos... 23 metros del arco en
línea casi recta al entrecejo del
golquíper azulgrana.
—Lindo tiro para García Mainetti.
—Para García Mainetti o Giménez. Los dos le pegan bien.
Por favor Cabrini, averígüeme. Este
zaguero de Racing que le digo, también formó pareja con
Anastasio Rico, un tres que pasó por
Boca y que luego brillara tantos años en el fútbol
colombiano.
—¿Pablo Eleuterio Mercante?
—No, Mercante no, no. ¿Cómo se llamaba este muchacho?
¿Ya está la comunicación con
Petrogrado? ¿Ya está la comunicación con Petrogrado?
¿Ya la tenemos?
—Todavía no, Ortiz Acosta.
—Va a tirar García Mainetti, hay peligro, hay peligro,
aroma de gol en el estadio, atención,
atención... ¿Cómo se llamaba este muchacho que jugaba
con Alejo Benítez? Me parece estar
viéndolo, alto, rubio, venía de Excursionistas. ¿No
tenemos la comunicación con Petrogrado?
todavía no la tenemos, están haciendo esfuerzos los
muchachos de la estación terreno de
Balcarce, gracias muchachos, no es responsabilidad de
ellos, hay peligro en este disparo, es
problema de la estación receptora de Quito, Ecuador o
tal vez del radioenlace de Ciudad del
Cabo... ¿Ya lo tenemos, Cabrini?
—Un momento, Ortiz Acosta, nos informan desde...
—¡La pelota pegó en el palo, rebota, se salvó San
Lorenzo, un bombazo, entra López, remata,
pega en un hombre, cuidado, puede ser...! ¡Qué lástima,
Cattamarancio! Llegó a la carrera ante
ese rebote corto, le pegó de volea como venía y
estremeció el Autotrol de un pelotazo...
—Entró bien Cattamarancio con el olfato clásico de los
goleadores, se apuró a darle, le pegó con
un fierro y abolló el cartel indicador.
—Lesionado Peñalba, Ortiz Acosta.
—Lesionado Peñalba, lesionado Peñalba. Quedó en el
suelo Peñalba, atención esto puede ser
importante, hombre fundamental en el esquema de San
Lorenzo, está en el suelo, se toma la
pierna...
—Pierna derecha...
—Pierna derecha, puede ser aductor, o gemelo, vamos a
ver, averigüemé Cabrini, jurgo
detenido, esperemos que no sea nada, corren los
auxilios. Este muchacho que hacía pareja con
Alejo Benítez, luego de revistar en Atlanta, pasó al
Cúcuta de Colombia cuando era técnico
Isidro Mendoza, el “Colorado” Mendoza. ¿Usted no lo
recuerda, Rodríguez Arias?
—¿El Pardo Sabiña?
—No. No. Este era rubio, alto, buen físico. ¿Cómo se
llamaba este muchacho? Parece mentira,
pequeñas trampas que nos hace la memoria, sigue el
juego, ataca San Lorenzo, se viene
Grafigna, creo que el apellido empezaba con “hache”, un
apellido polaco o algo así, se tiró a la
punta, busca el desborde Manuel Carrizo, muy veloz, la
tiró para adelante y a correr, si la
alcanza hay peligro, cuidado, cuidado... ¿Tenemos la
comunicación con Petrogrado, ya la
tenemos? ¡Tenemos la comunicación con Petrogrado, ya la
tenemos? ¡Tenemos la comunicación
con Petrogrado, adelante don Urbano Javier Ochoa, desde
Petrogrado, adelante don Urbano
Javier Ochoa!
—...
—¿Qué pasa?... Algo pasa... No se oye... ¿Se cortó?
—¿Ortiz Acosta?... Sí... ¿Ortiz Acosta?
—¡Don Urbano Javier Ochoa, Ortiz Acosta le habla desde
el estadio de River, están jugando
River y San Lorenzo, 15 minutos del segundo período y
empatan sin goles, señor Ochoa!
—Muy bien... yo estoy muy bien, pero...
—El pueblo argentino quiere saber, señor Ochoa, quiere
que nos cuente, cómo ha sido hasta el
momento ese raid que usted está llevando a cabo a lomo
de dos caballos argentinos, dos
caballitos argentinos como fueran aún en la memoria y
el orgullo de todos nosotros. Y que nos
cuente además, señor Ochoa, cómo ha sido ese viaje que
tras cruzar el Estrecho de bering lo ha
llevado a la tundra soviética, señor Ochoa...
—Bueno, Ortiz Acoste, yo estoy...
—Los argentinos, quiero adelantarle, señor Ochoa, y
perdone que lo interrumpa, estamos muy
pero muy orgullosos y asombrados de que en esta época
de los vuelos interespaciales y las
comunicaciones maravillosas que nos unen con todos los
confines más remotos del planeta, un
hombre, un gaucho nuestro, se lance a la aventura de
unir San Antonio de Areco con
Stalingrado...
—Bueno, señor Ortiz Acosta, yo...
—Un momento, amigo Ochoa, un momento, acá lo dejo con
Peñalba, recio pero leal cuevero de
San Lorenzo de Almagro, quien en estos momentos se
encuentra lesionado al costado del campo
de juego y a quien ya, ya, nuestro colaborador, Miguel
Horacio Cabrini, le coloca los auriculares
y lo deja conversando con usted. Explíquele a él las
características de esos dos maravillosos
caballos argentinos que lo están llevando a usted por
todos los rincones del mundo proclamando
a los hombres de buena voluntad el firme e indoblegable
temple de los jinetes de nuestra tierra.
—Cómo no, señor Ortiz Acosta, pero yo...
—¿Cómo le va, señor Ochoa?
—Bien, bien, yo querría...
—Bueno, acá el partido se ha puesto un poco duro, yo
recibí un golpe en la canilla, creo que fue
el trabar con el ocho de ellos, no hubo mala intención,
son cosas que suceden en el ardor del
juego...
—Sí, por supuesto, amigo... ehh...
—Peñalba, Eber Virgilio Peñalba.
—Sí, amigo Peñalba, yo no tengo el gusto de haberlo
visto jugar a usted porque cuando yo salí
de San Antonio de Areco, hace ya de esto unos...
—¡Ochoa! ¡Don Urbano! Ortiz Acosta le habla... ¿Está
muy frío allá?
—¿Acá? Bueno, señor Ortiz Acosta, el problema en estos
momentos no es tanto el frío, usted
sabe que...
—Porque yo recuerdo que cuando fuimos con la selección
argentina, hace unos años, hacía
realmente mucho pero mucho frío...
—Bueno, sí, es cierto, señor Ortiz Acosta, pero...
—Lo dejo de nuevo con Peñalba, señor Ochoa, explíquele
a él, por favor, el efecto que ha
causado ese clima tan duro, tan difícil de sobrellevar,
en los dos caballitos argentinos que le
están posibilitando a usted ingresar por la puerta
grande de la historia de la hípica nacional.
—¿Cómo le va, señor Ochoa?
—Bien, amigo Peñalba, como le decía al amigo...
—No. No habla Peñalba, yo soy Escudero, el masajista de
San Lorenzo. Peñalba ha vuelto a
jugar y me pasó los auriculares...
—Mucho gusto, señor Escudero, yo...
—¡Don Urbano, don Urbano! Ortiz Acosta lo interrumpe,
dígame usted con esa proverbial
memoria del criollo de nuestra tierra que lo hace
recordar hasta los más mínimos detalles ya
sean históricos o geográficos, y ahí está el ejemplo
siempre presente de los baqueanos, yo le
quería preguntar, don Urbano, si usted no recuerda el
nombre de aquel zaguero que hiciera
pareja con Alejo Marcial Benítez en Racing, que luego
fuera transferido a Atlanta, allá por el
año...
—Bueno, amigo Ortiz Acosta, para serle sincero yo...
—Tal vez estoy abusando de su sapiencia, don Urbano...
—No, lo que pasa es que yo quería contarle algo que...
—¡A ver... ¡Un momentito, don Urbano, un momentito!
Creo que ya tenemos comunicación con
Tonopah, en el estado de Nevada, Estados Unidos de
Norteamérica. Creo que ya la tenemos. Un
momentito... ¡Sí, sí, adelante señor Santiago Collar
desde Tonopah, Estados Unidos de
Norteamérica, adelante!
—Buenas tardes, Ortiz Acosta.
—Buenas tardes, buenas tardes, amigo Collar, aunque
para ustedes, calculo debe ser ya de
noche en el gran país del norte! ¡Señor Collar, lo voy
a poner en contacto con un gaucho
argentino, un criollo de ley, que en estos momentos
está cumpliendo un raid, una verdadera
hazaña a lomo de dos caballos argentinos y que habla
con usted desde la ciudad de Petrogrado
en Rusia!
—Cómo no, señor Ortiz Acosta, será un placer para mí y
además...
—Atención en Petrogrado, don Urbano Javier Ochoa, lo
dejo conversando con el señor Santiago
Collar, un relevante ingeniero argentino que se
encuentra trabajando en los yacimientos
carboníferos de Tonopah, Nevada, 150 metros bajo
tierra. El ingeniero Collar es presidente de
la “Peña Argentina Amigos de Radio Laboral” agrupación
formada totalmente por mineros
compatriotas nuestros que están trabajando allá en esas
formidables vetas carboníferas y que
se reúnen religiosamente, don Urbano, para escuchar los
encuentros de fútbol que Radio Laboral
les hace llegar hasta las oscuras profundidades del
socavón. ¡Adelante, adelante ustedes, señor
Santiago Collar, desde Tonopah!
—¿Cómo le va, señor Ochoa? Es para mí una gran
emoción...
—Perdón. Escudero lo escucha, señor Collar, el
masajista de San Lorenzo.
—Mucho gusto, señor Escudero, bueno, sería interesante
si yo pudiera hablar con el señor
Ochoa, allá en Rusia...
—¡Adelante, señor Ochoa desde Petrogrado, adelante!
—Bueno, amigo Ortiz Acosta, lo que yo quería comentarle
desde acá, desde Petrogrado, es que
está sucediendo algo extraño. La gente acá está muy
asustada, ha habido varias explosiones
atómicas, han caído misiles sobre muchas ciudades
rusas, sa habla de un ataque nuclear
norteamericano, y a decir verdad, señor Ortiz Acosta,
yo también estoy bastante asustado, mis
animales están nerviosos, no se sabe bien qué pasa...
—¡Qué pena, don Urbano, qué pena, qué pena que nos da
todo esto que usted nos cuenta,
realmente nos aflige como argentinos, esa situación que
usted está viviendo ante la
intemperancia que reina en algunas regiones del mundo
por las cuales usted está transitando
como verdadero símbolo de paz, tranquilamente!
—Sí, amigo Ortiz Acosta, se dice que el aire está
contaminado...
—¡Un momentito, un momentito, don Urbano, que acá
avanza River, puede haber peligro, se
van en contraataque el conjunto de la banda roja, entró
al área Menegussi, midió, tiró, la pelota
cruza frente a los palos, llega el once, cuidado...!
¡Qué lástima, Cattamarancio! Solo frente a los
palos la quiso reventar y en lugar de tocarla la fusiló
sobre la bandeja alta...
—Es de no creer, Ortiz Acosta. Con todo el arco a su
disposición, el wing izquierdo millonario la
tiró a cualquier parte. Lo habíamos dicho.
—¡No quiera creer usted el gol que perdió
Cattamarancio, amigo Collar, allá en Estados Unidos!
¡Adelante usted!
—Gracias Ortiz Acosta, yo quería aprovechar la
posibilidad que tan gentilmente nos brinda su
emisora, porque aquí a mi lado se encuentra ni más ni
menos que el presidente de los Estados
Unidos de Norteamérica. Acá está sucediendo algo
terrible, señor Ortiz Acosta, ha habido un
ataque nuclear soviético, muchas de las grandes
ciudades están destruidas, el presidente de los
Estados Unidos, junto a algunos otros hombres de
gobierno, se ha refugiado acá, junto a
nosotros, bajo tierra, y me piden, dado que todos los
otros medios de comunicación parecen
estar inutilizados, si aprovechando la presencia de don
Urbano en Rusia, no se podría hablar con
Moscú y resolver esto, que parece haber sido un gran
error.
—Por supuesto, no habrá problemas, señor Collar. Dígale
al presidente que espere un
momentito, enseguida estamos con él... ¡Cabrini!
—¡Un esplandor de frescura en la garganta “Marcador” el
masticable que se anotó un golazo en
el gusto del hincha argentino! ¡“Marcador” quita la
sed, quita las ganas de fumar, baja la presión
arterial!
—Enseguida estamos con el ingeniero Collar y el
presidente de los Estados Unidos, apenas
venga este tiro de esquina, una de las últimas
posibilidades de empatar para la divisa azulgrana.
¡Qué pena, qué pena esto que nos cuentan tanto el
ingeniero Collar como don Urbano Javier
Ochoa desde el exterior!
¡Cómo hubiésemos querido no tener que escuchar estas
cosas, estas muestras de intemperancia!
¡Tal vez así sepamos apreciar un poco más, señores, lo
que estamos viviendo acá, en cancha de
River, una verdadera fiesta popular en un marco de
corrección y tranquilidad que no siempre
sabemos valorar en la medida que se merece...
—¡Señor Ortiz Acosta, señor Ortiz Acosta! ¡Collar lo
llama, por favor, Ortiz Acosta...
—Un momentito, amigo Collar, un momentito, viene el corner,
ya lo vamos a conectar con
Rusia, veremos la posibilidad de contactar a ambos
presidentes, sería muy interesante una
charla entre los presidentes de ambas instituciones, no
sabemos si habrá tiempo porque acá
sigue el partido a ritmo vertiginoso y la acendrada
rivalidad de este clásico de todos los tiempos
es un tema excluyente de cualquier otro, máxime cuando
se trata de hechos tan desagradables
como los que nos han contado, va a venir el corner,
atención, en todo caso grabamos la emisión
desde los EE.UU. y la pasamos mañana en nuestra
polémica de los lunes, entra Marcilla...
—¡Ortiz Acosta, Ortiz Acosta!
—Sube también Julio Jorge Tolesco, hay un micrófono de
campo abierto, es la última
oportunidad quizás para San Lorenzo, vamos muchachos,
se está poniendo muy fea la tarde, el
cielo se ha puesto de un extraño color verde, un verde
que nos hace acordar que tenemos un
llamado desde cancha de Ferro, atención Ferro, cuando
venga el corner estamos con ustedes,
viene el corner, entra Tolesco, salta Cattamarancio...
14 - El monito
a Osvaldo Ardizzone
Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le
permite que no es vergüenza llorar cuando las lágrimas tienen la pureza
recóndita de aquello que llega desde el corazón que no quiere aflojar ante
terceros. Tal vez, pibe, tal vez Monito, son las mismas lágrimas que, años
atrás, no tantos quizás, usted tuvo que enjugar con el revés de la mano sucia
de tierra en el fondo de la casita del patio con geranios y malvones de barrio
Arroyito. Tal vez son las mismas lágrimas vertidas por la rabia, la impotencia,
la vergüenza, ante el coscorrón justiciero de su viejita laburante cuando usted
no llegaba a la hora establecida para tomar la leche.
¿Cómo iba a entender su madre, Monito, aquel
cariño entrañable por la pelota de fútbol, que lo mantenía lejos de la casa,
demorado,en ese romance infantil con la de cuero, en los yuyales sabios del
campito que no sabía de redes ni de cal, tras de la vía? ¿Cómo podía entender
su viejo, pibe, su viejo, don Telmo, el genovés terco de canzonetta y
nostalgia, su noviazgo purrete con la de gajos y ese lenguaje dulcemente
nuestro de los túneles, la pisada, el chanfle, los taquitos y la rabona? Porque
no era, no, una piba quinceañera, rubia y pizpireta, de ojos celestes como los
de la pulpera de Santa Lucía, lo que a usted le impedía volver en el horario, a
gritos reclamado por su madre. No era, no, Monito, el despertar púber del
primer amor enredado en los últimos giros de un trompo o en la galleta enojo sa
del hilo de un barrilete, el que lo hacía terminar los deberes de la escuela a
las corridas y escapar luego, gorrión ansioso, pájaro encendido, hacia la
complicidad abierta de la calle, el griterío alborozado de los pibes y el
llamado seductor de un taconeo. No Monito, lo suyo era más simple, como son
simples las cosas que nacen del corazón y eluden las frías especulaciones de la
mente. No. Lo suyo era tan sólo la caricia tierna de la capellada de su botín
zurdo en la pelota, el toque, la volea, la suela que aprieta el fútbol indócil
y lo convence, lo persuade, lo amaestra. Lo suyo era el amague, el pique corto,
el freno seco, y el pecho amigo para que allí se durmiera la bella amada cuando
caía desde el cielo como un globo cansado de volar sin rumbo cierto. ¡Mire qué
fácil, pibe, que era aquello! De la misma forma en que el amor, el puro amor,
se presenta, florece y crece como una flor nocturna, como un clavel del aire
brotado en la luminosidad escasa de un pasillo, así creció en usted el
sortilegio. Nadie le enseñó, como no se enseña el dolor ni la paciencia, ni se
sabe de dónde surge el gusto por silbar o el de hablar bajo. Usted ya lo traía
impreso, se lo digo, quizás desde el fondo de la historia de ese barrio que ha
visto nacer a tantos ídolos y guarda en el aire la vibración, el eco, el
reverbero de mil goles gritados en la tarde, atronando el cemento, quebrando la
quieta y asombrada calma de su río. O lo aprendió como se aprenden estas cosas,
mirando a los demás, tratando de atrapar con ojos asombrados el misterio
metafísico del chanfle, la secreta ley física que hace que el balón vaya hacia
allá y dé una vuelta. Por eso, por todo eso, pibe, no se inquiete si lo ven
aflojar y su mirada se empaña como el cristal de una ventana cuando recibe el
tamborileo sonoro de la lluvia. No. Llore Monito, llore. Usted puede. A usted
se le permite.
Así lo soñó usted tal vez, un día, allá,
aferrado a la alomhada confidente de su cama, en la casita del patio con
geranios y malvones, alguna de esas noches de verano cuando el calor aprieta y
el sueño viene:
Ya está el mago de varita presta. Ya está el
ilusionista sutil que hace creer en cosas que no existen y miente que en el
dorso de su mano se ocultan pañuelos, palomas y barajas. Está en el medio de la
cancha y su eterna enamorada, la pelota, parece que se ha ido y está inmóvil,
simula emprender vuelo y no se aleja, o bien hace creer que se le escapa pero
vuelve bajo la presión apenas ruda de la suela. Ahora el estadio enmudece, el
mago muestra el juego. El Monito arranca y empieza el toque, el pelotazo sabio,
el amague que argumenta una cosa y dice otra. De la zurda precisa del insider
brotan conejos, luces multicolores, toques lujosos, las dos cortas sabidas y
una larga, la cabeza alta, el ojo inquieto. El público se deleita. Ya la metió
de nuevo bajo el pie, la mostró, “ahí la tenés, es tuya” ha dicho, pero no está
más, la sacó, la puso en otro lado, la cambió de lugar, la amarreteó de nuevo.
Allá está el compañero, el wing derecho, no lo ha visto, pero gira y le pone el
pelotazo desde cuarenta metros, en el pecho. Sólo faltan los clarines, los
clarines, las fanfarrias, el galope incesante de los corceles blancos girando
en torno de la cancha y las ecuyères de pie sobre sus ancas.
Así lo soñó usted, tal vez, un día, Monito. Ya
el espectáculo termina y, a pesar de la magia del insider, a pesar de sus moñas
y regates, pibe, a pesar de las cuatro pelotas de gol que usted puso en los
pies del centrofoward, el partido se agosta en la chatura aburrida del empate.
Pero faltaba, nomás, la carcajada. El cierre magistral, la pincelada justa que
el artista deposita por fin sobre la tela e ilumina el azul, aviva grises y
ruboriza la macilencia de los sepias. Faltaba nomás, la carcajada. Ese balón
que llega de atrás, como un balazo. El pecho receptor del entreala tan afecto a
refrenar, mullido, el rebote previsto de la bola. Ya empieza la danza, el giro
sobre un pie para enfrenta el arco y el resbalar mansamente de la globa del
pecho a la rodilla y de allí al suelo. Allí, en la temible ferocidad del área,
allí, donde la puerta de las dieciocho se convierte en muralla pertrechada,
donde hay piernas, codos, tapones alevosos y guadaña, allí la puso en el piso
el entreala. Allí, en esa media luna, en lo que algunos llaman la empanada,
allí donde uno se olvida de la novia, del primer amor, de lo aprendido en
la'escuela, de la Vieja, “vení conmigo” le dijo el Monito a su amiga del alma.
Y se metió en el área con pelota dominada.
No sé si hubo un caño o fueron cuatro. Quebró la
cintura, pisó el cuero, pareció en un momento que pateaba, se le vinieron dos,
se cerró el cuatro pero el Monito la llevaba atada.
Tal vez ya no me acuerdo, decime vos si miento,
pero quedó frente al arquero y la puso en un rincón, de cachetada. No el
cachetazo mordaz, el del reproche, sino el empujón cordial, el que te aprueba,
la palmada que se le da a un pibe y se le dice “cruzá que yo te miro”. La
pelota entró pidiendo permiso y ni tocó la red de puro cauta. Luego, el pibe se
fue hasta su tribuna y adentro de su puño apretó el gol, lo abrió de golpe y
fue otra vez paloma y carcajada.
Llore Monito. Así lo soñó usted tal vez un día,
en la casa de malvones y geranios del barrio Arroyito. Y se quedó en sueño
nomás, no se dio nunca.
—¡Tan bueno que parecía de purrete! Nunca llegó
a jugar ni en la tercera. Y en el equipo que se arma en la oficina a veces lo
ponen un rato y otras, nada. Está gordo, pibe, algo pelado. Y me han dicho que
ni va a la cancha.
15 - ENTRE LAS CAÑAS
El dos de
ellos, el de bigotes, tremendo hijo de puta, le pegó para arriba como para
perderla. Se escuchó el ruido de la pelota atravesando las ramas altas de los
eucaliptos y el Talo rogó que no quedara de nuevo trabada allí, como en el primer
tiempo, cuando tuvieron que bajarla a cascotazos. Pero enseguida la vio
continuando su vuelo como un cometa, por detrás de los árboles, hacia los
cañaverales junto al terraplén de la vía. Allí sí, la perdió definitivamente,
pero él ya corría desesperado hacia el lugar, puteando como un desesperado.
“¡La hora, la hora referí!”, oyó gritar al mismo guampudo del dos de ellos,
apoyado por otros jugadores, los suplentes y el gordo insoportable del delegado
que preguntaba a los alaridos: “¿Hasta cuándo vamos a jugar, viejo?”.
—¡Búscala, Néstor, búscala! —pidió ayuda el Talo,
desencajado, saltando por sobre la zanja, cruzando como una luz bajo los
eucaliptos en dirección al bosque de cañaverales de casi tres metros de alto
que bordeaban el terraplén. Pero Néstor no contestó, estaba agachado,
aprovechando el momento de descanso, atándose los cordones como si el asunto
mucho no le importara. El Talo quiso putearlo pero no le salió ningún sonido
de los labios. Comprendió que su cerebro había dejado prácticamente de
funcionar. Mientras zigzagueaba entre los autos que habían dejado estacionados
bajo los árboles, mientras medía los casi treinta metros que aún lo separaban
de los cañaverales, mientras escuchaba a sus espaldas la voz aguda de Belfa
reclamando, solidario, “¡Pelota, referí!”, dedujo que la sangre ya no le
llegaba a la cabeza y que sólo se le apelotonaba, confusa e hirviente, en las
venas del cuello que parecían querer reventar bajo la piel empapada de sudor.
Cagón de mierda el Néstor, maricona- zo. Cuando no se estaba atando los
cordones de los botines, se estaba arreglando el doblez de las medias o
levantando los puños de la camiseta. Y siempre las manitos tipo conejo,
recogidas cerca de los pectorales, el andar fino, el toque bajo con el empeine.
—Es un
habilidoso, Talo —le había insistido Patota, sonriendo, medio para empujarlo,
la noche del asado.
—Gonca,
querido, gonca. Cagonazo de mierda —no se dejaba convencer el Talo,
aprovechando que Néstor era uno de los pocos que no había podido ir a la
reunión—. Así pone la patita —y el Talo ponía su mano derecha como si tratara
de proyectar sobre una pared la sombra de la cabeza de un pato con el pico
hacia abajo—. Andá a cagar.
Los otros
se reían. Especialmente el Bochón, que nunca hablaba.
—Es distinto,
Talo. Es distinto —seguía Patota, con paciencia.
—¿Distinto
por qué? ¿Me querés decir por qué es distinto?
Patota
adoptó, a propósito, un tono de exagerada superioridad.
—Escuchá,
Talo —pidió—. Voy a tratar de explicarte en palabras que incluso un tipo como
vos pueda llegar a entender.
—Claro, yo
no soy abogado... —aflojó Talo, meneando la cabeza, risueño.
—Escuchen, che —generalizó Patota, inclinándose
sobre la larga mesa y mirando hacia ambos extremos—, que después no se los voy
a repetir... Oíme, Talo... Oíme... El habilidoso va a la pelota en disputa con
otra idea en el bocho, diferente a la idea con la que va el picapiedra, con la
que va el defensor que simplemente quiere sacar esa pelota, interrumpir el juego...
Se había
hecho un silencio importante. Quizás porque ya había algo de sueño en el grupo,
quizás porque les había entrado el sopor posterior a las comidas, tal vez
porque la de Patota era una opinión respetada, de analista del fútbol, aceptada
incluso por el mismo Talo, no muy fácil de persuadir en las discusiones o en el
campo de juego mismo.
—El habilidoso, el tipo de talento —siguió
Patota, consciente del silencio que había logrado— va a la pelota en disputa
con la idea de llegar una fracción de segundo antes, tocarla con la punta del
botín, hacer pasar de largo al defensor y llevársela jugando. Con esa idea va
el habilidoso. No se le pasa por la cabeza trabar, ganar la pelota por fuerza.
Por eso va con el pieci- to, como decís vos, animalito... -—lo miraba fijamente
al Talo, sentado casi frente a él—, así, porque él piensa en llegar antes y
pirarse con la pelota. En cambio, el defensor va con la idea de cortar el
juego, de sacarla, de tirarla a la remismísima mierda, le importa un sorete que
la pelota le quede a él, le quede a uno de su equipo o que se vaya afuera.
Entonces, no va con la pun- tita del botín, a él le da lo mismo llegar una
fracción de segundo antes que el habilidoso, al mismo tiempo que el
habilidoso, o una fracción de segundo después que el habilidoso. El defensor
va con las piernas, con los codos, con las rodillas, con el culo, con la
cabeza, con lo que sea con tal de sacar la pelota, de cortar el juego.
Entonces, cuando el habilidoso llega esa fracción de segundo antes a la pelota,
la engancha con la puntita del pie y se la lleva y le hace arrastrar al otro el
orto por el pasto catorce metros, todos gritamos: “¡Bien, qué bárbaro, mago,
genio, maestro!”. Incluso vos, hijo de puta... —Patota señalaba al Talo con un dedo
acusador.— Pero, en cambio, si el habilidoso llega al mismo tiempo o un poco
después que el cavernícola del defensor... ¡Ala mierda! El defensor lo barre,
lo barre y se la saca, porque va con otra fuerza, con otra idea, con otra
determinación. Entonces vos, vos y todos estos hijos de puta —ahora Patota involucró
al resto del plantel— le gritan: “¡Cagón, pone la gamba, pelotudo, mariquita!”.
—¿Y vos no
le gritás?
—Yo
también. —Patota se tumbó sobre el Mono, golpeó con la palma de la mano en la
mesa haciendo oscilar el vino de los vasos y se mató de risa.— No, yo no ——dijo
después, recompuesto y cuando aún los demás se seguían riendo—. Yo muero con
la mía. Soy ñel a mis principios.
—Es cagón,
Patota —insistió el Talo, pétreo—. El Néstor es cagón. Juega bien, es
habilidoso y todo lo que vos quieras, es muy buen muchacho y yo lo quiero
mucho, pero que juegue para los otros.
—¿Por qué
te pensás... —Patota comprendió que toda su prédica había caído en el vacío—
que de todos los habilidosos se ha dicho que son cagones? Siempre lo mismo. Los
ignorantes como vos, como ustedes, siempre han dicho: “Sí... Fulani- to es muy
hábil, la rompe, la hace de goma, pero... —Patota abría y cerraba los dedos de
su mano derecha vuelta hacia arriba como demostrando algo que latía— es cagón,
es muy cagón...”. Siempre se ha dicho, Talo.
—Dejame,
Patota —negó Talo—. Yo quiero ganar. Yo quiero ganar.
—Yo también
—se anotó Norberto, que tampoco sentía demasiada simpatía por Néstor.
—Son tipos
individualistas, querido —se metió, además, Pichicua—, Piensan en ellos, nada
más.
-—Mirá vos —marcó el Talo—. Nosotros no nos reunimos en la puta vida.
Hoy, que hacemos un asado porque llegamos a la final, él no viene.
—Tenía que
viajar, Talo —se ofuscó Patota.
—Sí, tenía
que viajar —refrendó, desde la cabecera, Amoldo.
Talo había
terminado de plegar cuidadosamente un trozo que había cortado del papel que
hacía las veces de mantel, había formado con él un conito chato de punta aguda
y se escarbaba con eso, ahora, los intersticios de las muelas. Siguió meneando
por un rato largo la cabeza, produciendo una serie de chistidos al absorber
aire entre los labios para apresurar la limpieza.
—Cagón,
hermano. Cagón.
Y, sin
embargo, el Néstor había metido los dos goles. De un rebote el primero y luego
de hacer una pausa infinita el segando, propia de un tipo que podía conservar
la mente fría en una final y dentro de los borbollones criminales del área.
—¡Más allá, más a tu derecha! —Talo escuchó que le gritaba el Mono.
El Mono también había salido disparado detrás de la pelota que se escapaba,
como un satélite, lejos de la cancha. Y también el Perita, que casi sentó de
culo a uno de la barra que alentaba a los otros y que se interponía en su camino.
Casi le pegan al Perita, porque los de afuera eran más temibles que los de
adentro, gente de los rancheríos que rodeaban la cancha, laburantes del
frigorífico, que siempre se acercaban a ver los partidos en la canchila de Las
Quebradas, tomando mate, escuchando los partidos de la B, y que se habían
pasado el partido cargándolo al petiso y puteándolo de la madre al Talo. Al
Talo, que se había zambullido ya entre las cañas, desesperado, consciente de
que el referí no iba a agregar más de uno o dos minutos a un partido que iba
por los 44, tres a dos para los locales, bajo la presión de los jugadores de
Saavedra que se tiraban al suelo por cualquier cosa y el apriete de los de
afuera que ya un par de veces se habían metido en la cancha para festejar el
final simulando confundir la sanción de un foul con el pitazo definitivo.
—¿Qué más quiere que haga,
señor? —le había preguntado, altivo, el árbitro al Talo, cuando éste le
reclamó más severidad con el Pulenta, el nueve de ellos que se retorcía en el
piso como si lo hubiese picado una yarará. El Talo sabía que el árbitro, con
esa pregunta, no sólo se refería a la tarjeta amarilla con que ya había
sancionado al delantero por simular, sino también le recordaba el penal que
les diera cuando ellos iban ganando dos a uno y que el mismo Talo tiró a la
mierda cuando, allí mismo, podía haber liquidado el partido. La imagen de esa
pelota huyendo, imbécil, hacia la altura, por encima del travesaño, volvió
como una puñalada ardiente a la memoria del Talo mientras apartaba las cañas
como un poseso, buscando la pelota. Sabía que esa imagen del arquero con los
brazos en alto y festejando, los saltos de ellos, las manos del mariconazo del
Néstor agarrándose la cabeza y la sensación de que algo tumultuoso se le
derrumbaba desde el tórax hacia los testículos, lo perseguirían inflexibles
durante días, semanas, meses y tai vez, años. No podía creer, no podía
aceptar, no le entraba en la cabeza, que fueran perdiendo tres a dos ese
partido que ganaban dos a cero. Si hasta sus propios compañeros, el Patota, el
Flaco, Belía, el Pichicua, se habían apurado para rescatar la pelota, en el
primer tiempo, cuando el once de ellos, al que le decían “Platiní”, la perdió
en el eucalipto. Podían haber dejado que se ocuparan ellos, pero el partido
venía en apariencia tan fácil que no modificaba nada ser cordiales. Primero
había sido el Flaco el que intentó un par de veces desencajar la pelota de esa
rama en horqueta mediante otra pelota, una pelota chota que tenía uno de los
negritos que merodeaban por el barrio, pero no le acertó. Después fue el
Patota, junto al cuatro de ellos, que se pasaron como cinco minutos tirando
piedras hacia arriba —estaba como a cinco metros la pelota— ante la mirada
atenta del referí y del resto de los jugadores. Por último, uno de los gro- nes
del caserío cercano —“adiestrado en hacer puntería en faroles o en
las ventanillas del tren Estrella del Norte”, había dicho Norberto en la
alegría exultante del medio tiempo—• fue el que logró destrabar la pelota
aquella, que cayó rebotando en otras ramas entre reclamos estentóreos hacia el
árbitro por diez minutos de alargue.
—Estaban
muertos, la puta que lo parió. Muertos, estaban —prácticamente sollozaba el
Talo, fuera de sí, sintiendo en las pantorrillas descubiertas por las medias
bajas, en los muslos y en los brazos, el cortajeo filoso del cañaveral. Lo mareaba
esa multitud de cañas verticales, iguales, idénticas e interminables, que le
impedían ver a más de medio metro. A su izquierda escuchaba el zarandeo y las
pisadas enérgicas del Patota que también se había zambullido como el Mono en la
espesura.
—¿La
encontraste? ¿La encontraste? —gritó el Talo, ilusionado, los ojos al cielo,
oyendo que Patota puteaba más fuerte.
—¡No! ¡Está
lleno de moscas esto!
—¡Búscala,
boludo, no le des bola a las moscas!
Si el Talo
metía ese penal se acababa el partido. Tres a uno arriba y se terminaba la
joda. “¡Si ya habían empezado a pelearse entre ellos!”, jadeaba Talo.
¿Estaban
seguros de que la pelota había caído entre los cañaverales? ¿O se habría ido
mucho más allá, pasando el terraplén, detrás de la vía? “¡Yo la vi caer, yo la
vi caer —refrendó el Mono— está por acá nomás!”
¡Los
invencibles de Saavedra, los que se morfaban a los chicos crudos, los grones de
la quebrada, se estaban comiendo un zaino de novela en el primer tiempo, no la
podían agarrar ni con un gancho, querido!
No habían pasado más de tres minutos de búsqueda, pero para Talo era
una eternidad. Justo cuando los tenían a ellos bajo los palos y el empate podía
venir en cualquier momento. Apartaba cañas con fuerza descontrolada y sentía
que todo su cuerpo era una brasa, entre la calentura propia de la derrota y el
sol incandescente de finales de diciembre. Ellos no eran un gran equipo,
pensaba Talo, buscando algo de saliva para escupir. El año pasado todavía,
cuando jugaban el Pelusa ese, el Polaco y el Galleguito, cuando le habían
metido once goles al Mono entre los dos partidos. Pero este año, sin el
Pelusa, sin el Huevo y con ese Platiní lesionado, eran como cualquiera. Dijera
lo que dijera Norberto,
.—Vos
querés ir contra la Historia, Talo —le había dicho Norberto una noche en que
celebraban el cumpleaños del Nene. Norberto no era de hablar mucho. Jugaba al
fútbol, incluso, como al pasar. Iba siempre, sí, cumplía, ponía lo suyo, pero
sin apasionarse. No conocía casi nunca a los rivales, ni se alegraba demasiado
por las victorias, ni se amargaba mucho por las derrotas. El torneo era, para
él, un programa amable de los sábados a la tarde, pero nunca comentaba los
partidos de primera que daban por televisión ni armaba programas para ir a la
cancha. Es más, no se sabía si era de Central o de Nuls. Patota decía que lo
había escuchado decir una vez que era simpatizante de Banfield. Y se mezclaba
en las conversaciones de antes de los partidos sólo cuando, extrañamente, se
referían a problemas del país o a conflictos mundiales. Talo, no obstante, lo
respetaba, porque a la hora de meter, metía, callado pero eficiente. Y lo
quería, también, porque, como decía el Bochón, era más bueno que el Quáker.
—¿Por qué?
—preguntó Talo, un poco achispado por el champán.
—Talo... mirá... —le señaló en derredor Norberto—Mirá esta reunión.
Estamos en un departamento céntrico, ¿no?.. Vos estás tomando champán, los
muchachos también... Antes comimos muy bien, con vino del bueno, entrada fría,
postre helado y todos los chiches... El ambiente es agradable, hay calefacción
central, hay luz eléctrica, hay agua corriente... Vos estás empilchado de
primera...
—No tanto,
Norberto. Tampoco exageremos —sonrió Talo.
A su lado, Patota terminaba con un pedazo de torta.
—Me parece
que te quiere coger, Talo —le advirtió Patota, tocándole el codo.
—No te voy
a decir que es el jet-set... —continuó Norberto, impertérrito— pero el
nivel es bueno, del tipo de los comerciales de Gancia. Muy bien, Talo... La
última vez que fuimos a jugar contra Saavedra, ¿cuándo fue?
—No me
hagás acordar. Ya me había olvidado de la calentura. Nunca me había comido
ocho.
—¿Cómo
fuimos? En auto. Fuimos catorce o quince tipos a jugar y ¿en cuántos autos
fuimos hasta allá desde el centro?
—Ocho,
nueve autos —se anotó Patota, serio.
—Nueve
autos, Patota -—corroboró Norberto—. Nueve. Los conté, antes de empezar el
partido. Ellos, los morochos, salían de las zanjas, Talo. O cruzaban la calle. Desde
las casitas de alrededor de la cancha. Venían ya cambiados, con los botines en
la mano, en cuero, desde las casas que quedaban enfrente. Los que vivían más
lejos venían en bicicleta, los botines colgados del cuello... —Norberto dejó
arriba de un mueble la copa que tenía en la mano para tener mayor capacidad de
expresión. Juntó las dos manos frente al pecho con las puntas de los dedos
unidas hacia arriba y las sacudió con energía—, ¿Y vos todavía pretendés
ganarles, Talo? ¿Vos todavía tenés la ilusión de ganarles?
—¿Qué
carajo tiene que ver todo eso, Norber? —se echó hacia atrás, fastidiado, Talo—.
¿Qué tiene que ver?
—¿Qué tiene
que ver? Vos querés ir contra la Historia, Talo... Vos querés tener el autito
nuevo, el champán, el pollo a la naranja... —Norberto enumeraba cada cosa
tomándose un dedo alternativamente con la otra mano y mostrándolo a Talo—, el
postre helado, el vino fino y las pilchas caras y además, y además, querés
ganarle a los de Saavedra.
Norberto se reía.
—-Nos ganan
porque nos echan a Pichicua, Norberto —exclamó Talo—. Por eso nos ganan. Ahí,
entonces, se les hizo fácil.
—Nos van a
hacer siempre ocho como nos hicieron esa vez. Talo. Compréndelo. No es un
problema de si nos echaron a uno o a otro. Es un problema de coherencia histórica,
Talo...
—No es así.
No es así...—no se doblegaba el Talo, pensativo.
—Es la
única revancha que tienen contra nosotros, Talo —siguió Norberto—. El fútbol es
la única posibilidad que tienen de superarnos, de ganarnos y de gozarnos.
Entendelo. Ahí adentro de la cancha no hay autos, ni champán ni pilcha que
valga. Todos en camiseta y en pantaloncitos, Talo, y se acabó. La ventaja que
no te pueden sacar socialmente, o en el trabajo, por lo desparejo del estrato
social, te la sacan en la cancha...
—Ahora me
sale con planteos socialistas... —se rió el Talo, buscando complicidad en
Patota. También el Nene se había acercado, sirviendo más bebida a los del
grupo—. Oíme —retomó el Talo—. Si ese Gallego, el nueve, tiene una go- mería
que saca mucha más mosca que yo y que vos juntos, seguro.
—Te digo en
términos generales, Talo —se encogió de hombros, Norberto—. Pero, creéme, no
les vas a ganar...
—Y además,
si les ganás, te cogen —se rió el Nene a carcajadas.
—No es para
tanto, Nene —negó el Talo.
—O te cagan
a trompadas.
—No es para
tanto. Con nosotros nunca ha habido problemas. Y ya jugamos como seis veces.
Yo veo que los otros equipos lo quieren echar a Saavedra de la Liga. Pero con
nosotros nunca ha habido problemas.
—¿Sabes por qué con nosotros nunca ha habido
problemas, Talo? —lo llamó a la reflexión Patota, doctoral. Talo lo miró,
inquisitivo—. Porque nosotros nunca les hemos ganado, querido. Siempre nos han
hecho la boleta, fácil. Pero esperá que le vayamos ganando algún partido algún
día... y después contámela. Te cagan a patadas, Talo. Son terribles.
—No es así,
Patota. No es así...
En eso
pensaba el Talo esa tarde, cuando llegaron a la cancha antes de la final. Pero
sabía, tenía la convicción de que en ese partido cambiaría el curso
indefectible de la Historia que mencionaba Norberto. Su Olimpo había armado un
buen equipo, había abandonado el sempiterno papel de partenaire navegando
de la mitad de la tabla para abajo y Talo estaba dispuesto a dejar la vida en
la cancha aunque fuese Saavedra quien estuviese enfrente y a pesar de los
grupitos de morocho- nes sarcásticos y presumiblemente violentos que se habían
acercado a alentar a los locales.
—Son muy
pesados, Mono —los estudiaba de reojo, disimuladamente, el Perita mientras se
vendaba los pies, sentado sobre el pasto alto cercano a la zanja y entre los
coches estacionados.
—Pesados
las pelotas —alentó el Talo, metiéndose en la conversación—-. Al primero que me
diga algo, salgo y lo cago a trompadas.
—No, de
veras, Talo —insistió Patota—. Es una zona jodida. Dos por tres sale en el
diario que hicieron cagar a alguien.
—Y, oíme
—reclamó atención el Nene, poniéndose los pan- taloncitos—, hace un par de
meses... ¿No salió en el diario que habían hecho cagar a toda una familia? Por
acá nomás, a dos o tres cuadras de acá debe haber sido...
—Sí, sí, me
acuerdo —dijo Norberto.
—¿Un par de meses? —Patota apareció, irónico,
desde atrás de un auto adonde se había escondido para orinar. Se hacía un lazo
ahora con las cintitas que ajustaban la cintura del pantalón—. Ayer, boludo...
Salió hoy en el diario...
—Estás en
pedo —gritó el Nene—. Lo de la familia fue hace como dos meses.
—Te digo
que ayer —corrigió Patota— hubo una denuncia por otra pelotera. Parece que
hicieron cagar a un tipo y lo hicieron desaparecer. A un enfermero, o a un
tipo de un dispensario, algo así. No leí bien.
—Si vos no
sabes leer—se rió, ruidoso, el Nene.
—Se lo
comieron —dijo el Talo, ya harto. Patota lo miró, el ceño fruncido-— Se lo
comieron. Son caníbales... ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre!...
No se presenten a jugar si tienen tanto cagazo, viejo.
-Te digo
nomás, Talo—pareció disculparse Patota.
-Salgan y
jueguen, querido —bufó el Talo—. Cuando los apurás, arrugan como cualquiera.
Y había
tenido razón el Talo. Saavedra terminaba el partido tirando la pelota afuera sin
el más mínimo decoro ni vergüenza.Tanto que había desaparecido en los
cañaverales. Y el Talo les pegaba trompadas y patadas a las cañas, despejando la
zona, tal vez para desahogarse de paso de la bronca que la hacía hervir la
sangre y para olvidar esa visión apocalíptica de la pelota yéndose a las nubes
en el penal.
—¿La
encontraste, Talo? —oyó gritar al Mono.
—¡ No!
—¡Voy a
pasar detrás del terraplén! —avisó el Mono—, ¡Por ahí o de largo!
Talo no
tuvo voluntad para contradecirlo. Seguía embistiendo contra las cañas,
buscando alcanzar el milagro de vislumbrar algún manchón blanco de la pelota
en ese bosque. Y entonces lo vio. Un plano blanco entre las cañas, a un metro
de sus pies.
—¡Hija de puta! —aulló. Arrancó hacia el lugar
como un búfalo. Imaginó que volvía corriendo hacia la cancha con e. cuero bajo
el brazo. Le diría al Perita que sacara el lateral, que se la diera atrás a
Norberto, y que Norberto le pegara derecho viejo al medio del
área desde cuarenta metros. Y él iría con los demás en la última carga, al
ataque todos, con el odio de la frustración empujándolo desde atrás. Saltaría, empujaría,
arañaría, se apoyaría en los contrarios, se treparía por
los hombros del arquero pero por Dios y la Virgen y
sus propios hijos que llegaría a meter un cabezazo formidable para romper la
red y ganarle definitivamente a esos negros de mierda. Iba a
gritar el gol dentro del arco, hasta eviscerarse, hasta romperse
una a una las cuerdas vocales.
Apartó las últimas
cañas y lo vio. Un cuerpo caído, boca abajo, las mascas zumbando,
locas, sobre la espalda de la chaquetilla blanca. Olió un
olor fuerte y espantoso. Un pegote oscuro en la cabeza del caído.
Otro pegote lacre, como pintura seca, junto a la boca en la
cara torcida. Y al lado, como un perro fiel, la pelota. Talo pasó un pie sobre
el cadáver, contuvo .a respiración, y se inclinó para tomar la Tango. Se
hizo de ella y volvió
sobre sus pasos, derribando cuanta caña se cruzó a su paso. Corrió hacia la
cancha gritando: “¡Vamos! ¡Vamos carajo! ¡Sacá vos,
Perita!”.
Quince minutos después, tirado entre los autos,
aún jadeante, llorosos los ojos por la picazón intensa de la transpiraban que
le caía de las cejas pobladas, observando ya un poco más tranquilo el festejo
de los de Saavedra, el Talo comprendo que por más que pasaran los años, los
años de los años, nunca se borraría esa imagen
terrible de su memoria: aquella pelota subiendo, subiendo, y yéndose bastante
arriba del travesaño.
16 - ALGO LE DICE FALERO A SALIADARRÉ
Algo le
dice el Muñeco a Batistuta...” Víctor Hugo Morales
¡Lo tocan a Pedraza cuando enfilaba hacia el área
y hay tiro libre de enorme riesgo para el arco defendido por Meroni! ¡Dejó a
un hombre, a dos, a tres Pedraza en su camino y fue Jastreb el que lo tocó de
atrás y ahora, cuando falta apenas un minuto para terminar un partido que gana
el local dos a uno, el equipo visitante tiene la posibilidad, la chance, la ocasión
propicia para alcanzar la paridad y llevarse un empate de oro para Avellaneda!
Protestan los hombres de River arremolinados en torno a Daniel Cucciola pero
el foul fue muy clarito y lo único que pueden llegar a
conseguir los muchachos del Profesor Valdivia es que el árbitro, que no ha
tenido un desempeño muy lucido hasta ahora, enarbole en cualquier momento otra
tarjeta roja como la que elevara sobre su cabeza en el primer tiempo para
dejar afuera del partido a Silvio Altomare por agarrar de la camiseta a Rivas...
¡Qué momento, señores! ¡Qué tensión inenarrable se vive en el estadio Monumental
de Núñez frente a esta alternativa del juego que puede definir un partido que
ha sido muy parejo hasta el momento! ¡Ahí está Meroni, el muchacho de Pago
Largo —el Tito Meroni que salvara más de cuatro veces su valla en cruciales
mano a mano frente a los ágiles visitantes durante la primera etapa— gritando
exasperado desde su marco, apoyado en uno de los postes procurando ordenar la
barrera! ¡Ruge ahora la parcialidad de
la visita, que en buen número se ha llegado hasta Núñez, soñando ya con que esa
pelota postrera se incruste de una buena vez por todas en las enredaderas
trepadoras del arco de River Píate! ¡Silenciosa, en cambio, la tribuna local, rezando,
orando, encomendándose a Dios todopoderoso en este trance dramático que los
duendes del fútbol le han dictado vivir cuando ya parecía que tenían los tres
puntos en casa! ¡Se ha nublado la tarde sobre el Monumental y por lo tanto ya
no hace visera con las manos Meroni para otear el posible rumbo que puede
describir esa pelota desde el punto de ejecución! ¡Pero la sombra oscura de esa
nube parece ser un presagio, señores, un mal augurio, un designio trágico del
destino para con los muchachos de la banda roja que ven ahora aproximarse a los
Cuatro Jinetes del Apocalipsis ante la perspectiva de un empate que sería
nefasto para sus chances de campeonar! ¡Se vino la noche, señores! ¡Persisten
los tironeos y los forcejeos con la barrera, queridos amigos radioescuchas!
Daniel Cucciola lucha y se desangra procurando hacer retroceder a ese vallado
terco que pugna por adelantarse. Allí están, mezclados entre los hombres locales
que integran el muro de contención, Espina y el Tero Cazzo, procurando dificultar
la vista, la imagen, el campo visual de un Meroni que se me antoja más
nervioso que nunca, gritando hasta desgañitarse aferrado a su palo izquierdo.
¡Hay amarilla para Erezuma! ¡Hay amarilla para el Nacho Erezuma! Se los
anticipaba, mis amigos. Si los muchachos ri- verplatenses no aflojan con sus
protestas puede ir a parar alguno afuera... ¡Y se gana la roja Erezuma!
Tontamente, torpemente se hace expulsar bajo una rechifla generalizada de todo
el estadio. Hay mucho nervio, estimados amantes del balompié. Ahora ya la
barrera ha tomado su lugar casi sobre el punto mismo del penal, lo que les
indica a ustedes lo riesgoso que es este tiro libre, apenas medio metro afuera
del área grande, posición de un ocho, ideal para un zurdo que le dé por sobre
la barrera o bien para que Niky Fernández le pegue con ese cañón que tiene en
su pierna derecha apuntando al entrecejo exacto del arquero como para dejar
servido un rebote a la voracidad goleadora de un Pelusa Entreconti, por
ejemplo. Ahí está Tucho Saliadarré frente a la pelota, espía por sobre las
cabezas de la barrera. La sutileza perversa de su botín zurdo ya está
imaginando la parábola impecable e implacable que deberá recorrer el esférico
para pasar por encima del valladar y meterse, de perñl digamos, por la rendija
superior del arco, por esa banderola elevada y escasa que media entre la altura
de los defensores y la horizontalidad persistente del travesaño. También se
acerca Granero. Tal vez haya un toque previo al remate. Tal vez haya una jugada
preparada con cambio al segundo palo para que el lungo Mendoza la baje de
cabeza al medio. ¡Todo River en el área! ¡Hay empujones en esa barrera que
saldrá, sin duda, catapultada hacia adelante apenas estalle el silbato de
Cucciola! ¡Qué momento, señores! ¡Se le van a tirar a los pies a Tucho si llega
a ser él el que patee! Ahora también se acerca Martín Falero, el muchacho de
Tres Higueras, el pibe de las inferiores que le pega con un ba- lustrín al
esférico y está pidiendo la posibilidad de inscribirse en la historia grande
de sus colores. Audaz el mocoso, ya estrelló un tiro libre en el palo contra
Quilmes, dándole desde esta misma posición, pegándole de chanfle interno de derecha
por el lado de afuera de la barrera, lo que no sería a mi juicio una mala opción
para el remate. “Dejámelo a mí”, parece decir Martincito. O mejor diría:
“Déjemelo a mí, señor Tucho”, porque se está dirigiendo a una gloria viviente
de los Rojos, al dueño de la pelota del equipo colorado. “Déjemelo a mí, señor
Tucho, que yo le doy de chanfle por afuera y a cobrar”, le está diciendo. “No,
dejámelo a mí, pibe”, parece contestarle Tucho ahora, sacándolo, apartándolo
del lugar de la ejecución con la autoridad que sólo brindan los años y las mil
batallas ganadas: “Dejámelo a mí que la responsabilidad de este tiro libre es
muy grande y solamente yo, en este equipo de novatos, puedo absorber toda la
presión del estadio”. ¡Y es una caldera el estadio, señores, en tanto se dilata
la sempiterna ceremonia de la barrera! “No —insiste Martincito—, usted pateó
los últimos ocho tiros libres y no le acertó ni siquiera al arco. No puede
seguir jugando sólo con su nombre y con la leyenda de su nombre.” Tucho toma la
pelota ahora con sus manos y la ubica cuidadosamente sobre el césped como si el
esférico de cuero contuviese diez mil kilos de trinitrotolueno. “¡Aun lado!
—ruge—. ¡Soy el capitán y el ídolo y llevo convertidos más de veinticinco
goles de tiro libre en toda mi carrera!” “Sí —insiste Martín Falero,
obcecado—, pero usted ya tiene treinta y cuatro años, hace mucho que no
convierte y sus músculos y su cerebro sienten indudablemente el esfuerzo de
ochenta y nueve minutos de un partido intenso, jugado con dureza pero con
hombría por ambos bandos sobre un piso mojado por la lluvia de la víspera.”
“¡No me compliquen el partido!”, truena ahora seguramente Daniel Cucciola. Cae
un petardo. ¡Tranquilos, muchachos, terminemos este partido en paz! Cucciola ya
tiene el silbato en la boca. “No soportaré impertinencias —le dice Tucho a
Martincito—. He ejecutado todas las jugadas de pelota parada y no habrá de ser
ésta una excepción.” “¡Lo que pasa es que usted no quiere que suija ninguna
figura que pueda ecl'Hsarlo!”, le dice en este momento Martín
Falero con la misma frescura, con el mismo atrevimiento, con la misma audacia
potreril con que enfrenta a sus rivales en el campo de juego: “Usted sabe bien
que está en el ocaso de su carrera y se aferra a los restos de prestigio que le
quedan a costa de la frustración y el anonimato de todos los muchachos jóvenes
como yo —o como Ruiz Peña, el voluntarioso lateral de la cuarta— que tratan,
honesta y forzadamente, de ganarse un lugar en los titulares de los diarios”.
“¿Cómo puedes decirme eso, Martín —le reprocha Tucho ahora, herido—, cuando
fui yo el que te recomendó a la dirección técnica para
que te promovieran a primera? ¡Fui yo el que le indiqué a don Mingo Mottura que
te hiciera practicar con los del primer equipo!” “¡Sí! —grita entonces
Martincito, descontrolado—. ¡Sí! ¡Para que fuéramos nosotros, los pibes, los
que corriéramos por todo lo que usted no corre en la mitad de cancha. Para eso
nos quiere. Para eso nos hizo ascender. Para poder usted seguir con ese toque
fino e intrascendente, el lujo vano, el ornato inútil, el artificio que llena
los ojos pero no concreta, mientras nosotros echamos los hígados en el campo
recuperando la pelota. Para eso nos promueve!” “Cría cuervos...”, parece
musitar en estos momentos el veterano Tucho, “has aprendido de mí, he sido tu
espejo, te he señalado cada lugar de la cancha que debes ocupar sin pedirte
nada a cambio”. “Está usted acabado, Tucho —lastima ahora Martín, con lágrimas
en los ojos—. Terminado. Alguien tenía que decírselo.” “Y si tú corres por lo
que yo no corro —indica Tucho— es simplemente porque no tienes talento para
otra cosa. No corres por ser joven y generoso, Martincito. Corres porque eres
sólo un vulgar picapiedras que no sabe hacer otra cosa. Tendrás cincuenta y dos
años y seguirás corriendo. Te ha sido negada la gracia del talento o de la
creación.” “La hinchada ya no lo soporta, señor Tucho —dispara Martín—. Lo que
siente la hinchada por usted no es respeto, es lástima, pena, conmiseración.”
‘Yo te llevé a vivir a mi departamento —recuerda Tucho— para sacarte de aquella
pensión miserable donde vivías cuando llegaste de Tres Higueras.” “Nuestra
hinchada es, ante todo, un sentimiento —dice Martín—. Y así como es vibrante y
pasional para algunas cosas también sabe mantener un piadoso respeto para
quienes fueron grandes tiempo atrás y hoy se derrumban como un endeble castillo
de naipes.” “Vivías en una pieza sin ventanas, Martín, junto a otros siete
muchachos soñadores —reitera Tucho—. Y yo te llevé a mi departamento.” “¡Para
que compartiera los gastos centrales, miserable!”, se enerva Martín. “Para eso
me llevó, ara que pagara la mitad de
los estipendios.” “¡Juego, señores, juego!”, reclama airado el árbitro Daniel
Cucciola, quien ya ha llegado al límite de su paciencia. “¡Yo lo llevé a mi departamento,
señor árbitro!”, le dice Tucho Saliadarró a Cucciola. “¡Y ahora, a mi edad,
debo soportar esto! ¡Le di un techo, le di de comer!” “¡Y me echó, también,
señor juez!” “¿Lo echó?”, se interesa el árbitro, sí, por este tema tan suyo.
“¡Me echó como a un perro, porque envidia mi juventud, mi empuje, no soporta
que me hagan más notas periodísticas que a él!” “¡Lo mismo ocurre en nuestro
equipo con Marcón!”, se escucha una voz que surge de entre los jugadores de
River que, curiosos, rodean a los litigantes. “¡También Marcón tapona la subida
de los pibes de la tercera!”, agrega la voz. “¿Hasta cuándo, Dios mío, va a
continuar robando?” “¡Lo eché por sucio!”, vocifera Saliadarré, desencajado.
“¡Lo eché por sucio y desordenado! ¡Porque dejaba el baño a la miseria, porque
no tiraba la cadena, porque no lavaba sus medias de fútbol ni sus suspensores,
porque se cortaba las uñas de los pies y dejaba las uñas tiradas sobre la
alfombra! ¡Por todo eso lo eché, señor juez!” “¡Mentira, mentira —salta
Martincito—, me echó porque su novia, Luciana, venía al departamento y sólo
tenía ojos para mí, en vez de escucharlo a él contar sus estúpidas e inventadas
hazañas futbolísticas! ¡Luciana hablaba más conmigo que con él, harta de su
pedantería, sabiendo que ya a su edad lo único que podía hacer era hablar!” “¿Qué
quieres insinuar, miserable?”, grita ahora, fuera de control, Tucho. “¡Lo que
todos saben, que sus energías han menguado, que ya no son las mismas de veinte
años atrás, y que desde el comienzo del Apertura le están atrayendo mucho más
las amistades masculinas que las femeninas!” ¡Tucho se abalanza sobre Martín
Falero, señores, deténganlo muchachos porque se van los dos de la cancha,
Cucciola tiene la maño sobre el bolsillo izquierdo de su camisa! “¡Cómo puedes
decir semejante barbaridad, proferir tan terrible bajeza!”, clama ahora
Saliadarré. “¡Todos lo saben, todo el mundo lo dice!”, insiste Martincito.
“¿Quién, quién te lo ha dicho?” “¡Él, por ejemplo!”, señala Martín, el brazo
estirado hacia Damián Pedro Alsina, el recio stopper ri- verplatense. “¡Se
lo ha estado diciendo a usted todo el partido, lo ha seguido por las más
inaccesibles regiones del área, pegado a sus espaldas como una sombra,
musitándole al oído una y mil veces que es usted un homosexual pervertido y escandaloso
y que le iba a romper el fémur de una patada apenas lo viese intentando
ingresar en el área!” ¡Tucho Saliada- rré clava en este angustioso tiempo de
descuento que ya estamos viviendo su mirada aguda en los ojos del defensor
acusado y se lanza sobre él como un tigre! “¿Vos dijiste eso?”, lo apura, rojo
de indignación. “A mí me lo dijo el Tito”, retrocede Alsina, señalando, a su
vez, a Meroni, el longilíneo goalkeeper, quien observa la escena desde
el arco. “¿Vos dijiste eso?”, grita Saliadarré al arquero, sin avanzar hacia
él, paralizado junto a la pelota como si la magnitud de la infamia que se teje
sobre su pundonor y buen nombre lo hubiese privado de la posibilidad de
moverse. Tito Meroni enarca sus cejas, balbucea una respuesta, se alza de
hombros, se señala hacia el pecho con ambas manos recubiertas por los mullidos
guantes, camina hacia el tumulto agrupado cerca de su área. “¿Vos dijiste
eso?”, vuelve a interrogar con voz quebrada Saliadarré, como si no pudiera
creerlo. “Es que... —procura articular el arquero, ya casi sobre la línea del
área— son cosas que uno escucha...” ¡Y, atención, atención, atención, remata
Tucho hacia los palos... y gol... gol... gol... gol...! ¡Goooooooooool, es gol
de Independiente, goooool de Independiente! ¡Le pegó de improviso Tucho Saliadarré
con la capellada de su botín zurdo, recto y seguro hacia el medio del arco sin
custodia y anidó la pelota en las mallas decretando el tanto del empate entre
el griterío formidable de su gente y la congoja entendible de leo locales!
¡Reclaman enardecidos los riverplatenses pero ya corre el árbitro Daniel
Cucciola hacia el medio de la cancha convalidando el tanto que les sirve, vaya
sí les sirve, a los visitantes para llevarse un punto de oro de un encuentro
que pintaba para un seguro contraste! ¡Y ya se acaba el partido, señores! ¡Se
acaba el partido, mis amigos! ¡Todavía se abrazan los jugadores visitantes tras
la obtención del gol, formando una pirámide humana frente a la tribuna de su
parcialidad, sepultando muy especialmente a Tucho Saliadarré y a Martín
Falero, quienes fueron los primeros en estrecharse en un abrazo! ¡Otra vez el
viejo truco de la controversia interna, la vieja jugarreta de los afectos
despechados! ¡Va a sacar del medio el equipo local! ¡Moverá Tocalli para
Giménez! “Tocámela que tenemos que ir urgente por la victoria”, parece decir Giménez.
“No puede ser que seamos tan giles”, parece contestar el rubio centrodelantero
de la franja roja. Toca Tocalli para Giménez...
17
- Memorias de un wing derecho
Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya.
Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros
o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o
wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.
Abriendo la cancha para que no se amontonen los
forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el
marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m... juega de marcador de punta? Lo que
pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o
te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.
¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de
la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que
Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero
lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después
otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así
y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo
solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago
en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las
dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta.
Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro. debe
llevar más de 12.000 goles. por debajo de las patas... Y...¡el tipo está ahí! donde deben estar los centrofoward. En la boca del
arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de
Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde
están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos
ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.
Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos
wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000
goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día
del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que
cubría la cancha y le juro que nos escegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía
ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco.
Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el
plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco
cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que
los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental
y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido.
¡Huy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva
había comprado el metegol.
Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban
inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los
partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol
al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.
¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe
pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo
destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 años
personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le
digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a
levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba. ¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante,
tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía,
dije: “Hoy vamos a andar bien”. porque también es importante el tipo que a uno le toque
para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el
que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto
cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia , nada
más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y
ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero
ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está
aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de
darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es
el que tiene la manija. Y usted losescucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal
el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no. Ese día tuve suerte, lo
que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un
clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y
así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la
cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos
que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante.
De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me
acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y
además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese
tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía
hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un
chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el
desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos
tan bien porque el que manajaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de
adelante bastaba. No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso
lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos. tres pepas hice ese
día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que
algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol,
la bola rebotó en el corner y se me vino. Ibamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos
arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo.
La empecé a pisar y me la traje despacito
para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el
once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el
fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a
patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me
marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi
lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré
hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de
revés nomás, cortita, la toco para el medio.Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema
que abolló la chapa del fondo del arco.
¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al
negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía
conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha ví que la
defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató
al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido fue ése! Y
para esta noche tenemos uno lindo. Si es
que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que
iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez
al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic”
“plinc” , “clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le
jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas
delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque
el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se
ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad.
¡Por favor!
¡Hola!
ResponderEliminarTe consulto: ¿la imagen en el inicio del Post la hiciste vos? La de la cancha con los nombres de los cuentos. ¿Si no, podrías indicarme de qué libro la tomaste? Me parece muy buena
Muchas gracias
Saludos
Hola Marcela, que sorpresa que alguien reviva este post viejo y olvidado.
EliminarEsa imagen la hice yo, antes le dedicaba alguna imagen a las entradas. Es un vicio que debería retomar.
Muchas gracias, podés usarla tranquilamente, ahí está.
Cuando me conecte desde la pc, doy una vuelta por tu blog
Saludos!
¡Hola!
EliminarMuchas gracias por tu respuesta y por el "OK" para compartir la imagen. Cuando se las pase a mis alumnos, te lo contaré.
Y una consulta: ¿la hiciste a mano? ¿o en dónde conseguiste la tipografía idéntica a la de Roberto Fontanarrosa? Me da curiosidad!!
Muchas gracias nuevamente
Saludos
MS
Marcela, la con el programa Illustrator.
EliminarLa tipografía me la había descargado hace mucho, porque leí un par de notas con entravistas al creador y me pareció buenísima.
La fuente se llama Arrosa Font (ya desde el nombre me gustó).
El tema es que no te voy a poder ayudar más que eso por ahora porque me doy cuenta que no la tengo y traté de descargarla de alguna página y no pude.
https://www.domestika.org/es/forums/8-tipografia/topics/70940-anarrosa-font
Si la consigo te aviso.
Muchas gracias a vos por tu interés. Estuve recorriendo tu blog y veo un gran proyecto sobre El Negro.
Después contame cómo te fue con tus alumnos
Saludos!!
¡Hola! Sí, por favor. Avisame si en algún momento te enterás de que Anarrosa Font está nuevamente disponible. Me gustaría usarla.
ResponderEliminarY si llegaras a publicar algo más sobre Fontanarrosa, también me gustaría enterarme.
Muchas gracias por tu curiosidad sobre nuestro proyecto; son trabajos simples, escolares, que nos están dando mucho disfrute, a los alumnos y a mí.
Felicitaciones por tu blog. Me gusta. Son pocos los blogs con tal ritmo de publicaciones!!
Saludos
MS
Voy a buscarla y cualquier cosa que me entere te chiflo, Marcela.
EliminarQué bueno que lo disfruten, ¿para qué otra cosa escribía Fontanarrosa sino?
Muchas gracias por los elogios! Si tuviera más tiempo tal vez puliría algunas entradas, a veces salen a las apuradas, con fritas; y la idea no es que la constancia sea su mayor virtud, pero como dicen: cuando el carro anda...
Saludos! Los sigo
¡Hola nuevamente!
ResponderEliminarSimplemente para agradecer que hubieras puesto mi blog en tu lista de Blogs Amigos.
Un lindo gesto. ¡Me gustó!
Saludos
PD: Por estos meses anduve publicando sobre otros temas pero pronto "volveré" con Fontanarrosa :-) Te tengo al tanto...
Hola de nuevo Marcela!
EliminarMuchas gracias a vos por volver a pasar!
Sigo lo que vas haciendo, a veces comento, otras no. Pero cada tanto paso por tu página.
Estaré atento esperando esa "vuelta" del Negro.
Saludos!