La única salvación posible era aplicar su Método.
El escenario era hostil y los personajes, opresivos: en una pequeña oficina con decoración minimalista, una mesa de interrogatorios y dos incómodas sillas; un científico de gruesas antiparras y guardapolvos con número de matrícula incoherente le lanzaba una ráfaga de preguntas fatales, disparatadas. Los labios del tipo se movían pero no emitían sonido alguno (¿se comunicaba por telepatía?). Con expresión ceñuda presionó un intercomunicador, movió su boca repetidas veces y se fue.
Apareció una chica con uniforme blanco y frío como el burocrático sistema que le daba cabida, le hizo unas preguntas incomprensibles mientras registraba las azarosas respuestas en una ficha con caracteres cuasi cirílicos. El interrogatorio se alargó (otros agentes lo examinaban seguramente, tras el vidrio espejado) y al
parecer una de las respuestas no fue la que se esperaba, la chica miró a un costado y
bajó una palanca que dio la alarma. Sonido de sirenas, luces verdes que parpadeaban, corridas por todos lados. La oscuridad cayó como un telón de hierro.
¿Fue un corte en la transmisión satelital? Tal vez una falla técnica común de la época, analógica y rudimentaria, hizo que se malograse el programa (o tal vez era sólo una señal de ajuste).
Todavía un poco aturdido, despertó en posición horizontal en un galpón y desde su perspectiva pudo ver que estaba repleto de caídos en desgracia, de torturados. Recordó fugazmente que para escapar debía aplicar el Método. Debía ignorar los sentidos, ese era su único salvoconducto.
Antes de ponerlo en práctica un movimiento disruptivo lo arrancó de su reposo. Ahora iba a gran velocidad por largos pasillos con curvas y contracurvas, podía ver los tubos fluorescentes que fallaban en su arranque y volvían luego a iluminar carteles con señalética extraña (¡otra vez ese alfabeto cirílico!), hubo una rampa, la inercia de un ascensor, el sonido de una puerta tijera que se plegaba.
Cuando se detuvo se encontró en un salón marmóreo atiborrado de máquinas industriales. Llegó otra chica (¿acaso era la misma
del interrogatorio, esta vez de negro?), le suministró unas píldoras, le dió a
engullir un líquido espeso, y con un pinchazo en el brazo lo conectó a una
sonda de la cual era evidente que obtenían todo tipo de información. Conectó unos cables, movió unas perillas, hizo un garabato en la ficha, y se retiró. Sintió un
adormecimiento, un pitido a intervalos regulares, y un momento después lo invadió una sensación alucinógena... (era evidente que ingresaba en un agujero de gusano, un túnel de espaciotiempo que lo abrió a
una nueva percepción, a otra forma de consciencia).
Revivió los
momentos más felices de su vida, pero también las zozobras, y como en un cuadro cubista pudo sentir las cosas de distintos ángulos, a la vez: el encuentro con el amor de su vida, la reciprocidad, el nacimiento de sus hijos, las peleas por
motivos estúpidos, pescas en lancha por el Delta, el paso rutinario de los días aburridos, una estafa laboral, chistes de gallegos contados en Coruña, el desguace del estadio, la sensación de perder a sus seres queridos, también el primer día de escuela, y el
increíble día en que lo dejaron sin su empleo, el duro clima de las
madrugadas en la colimba contra el viento implacable, la brisa cálida de un largo viaje de
vacaciones hacia el norte casi sin destino, rotura de meñiscos en un fulbito con amigos, un acierto en la lotería, la sensación de perder a sus seres queridos, su equipo campeón, el adormecimiento de una siesta de verano escuchando radio, el ruido de un corcho en las
fiestas navideñas con familia numerosa, esa extraña luz en el cielo de la que tanto se hablaba en plena Guerra Fría...
(¡El Método!) Despertó de su letargo.
Era lo único que le quedaba. Su mecanismo de defensa, suelo firme dónde pisar seguro. Mientras recordara la secuencia todo marcharía bien y lo dejarían ir. Por el contrario, el mínimo error, cualquier omisión o intromisión, haría tambalear el sistema.
En el procedimiento no debía olvidarse ninguna pieza, todas eran fundamentales para la supervivencia, y el ritmo de la alineación principal era tan importante como la cadencia de un mantra espiritual, como la métrica y rima de un poema mítico que debe transmitirse de forma oral, de generación en generación:
Lev Yashin
Vladimir Ponomaryov
Albert Shesternyov
Vasily Danilov
Yozhef Sabo
Valeri Voronin
Igor Chislenko
Galimzyan Khusainov
Valeriy Porkuyan
Anatoli Banishevski
Eduard Malofeyev
Pero no había allí nadie para corregirlo o darle la razón (era ya muy tarde).
Y corriendo, apareció un camillero del Hospital Pirovano.
Para mi viejo,
que a su manera disfrutaba de esta página
y de vuestros comentarios.
Con él se fueron mil y una anécdotas como ésta,
tan inverosímiles como verídicas.
Algunas, irrecuperables.